Sandi Mann, psicóloga, asegura en su libro ‘El arte de saber aburrirse' que nuestra mente necesita divagar para tener pensamiento creativo. Necesita tiempo para aburrirse. De hecho aquellos que están aburridos son más creativos según los estudios, pero después del apagón de ayer surge una pregunta: ¿sabemos aburrirnos o nos da miedo hacerlo?
Aburrirse no es cosa de niños. El aburrimiento parece haber tomado un cariz negativo, un matiz de vaguería que llega a hacernos sentir culpa por no hacer nada. Hay incluso gente que llena todo su tiempo porque tiene miedo a no hacer nada, a pesar de que es común (o debería serlo) sentir aburrimiento. Sin embargo, hemos desarrollado una reacción casi instintiva de reprimir esa sensación y llenar completamente nuestros días con cosas por hacer. Ayer la vida vino a rompernos esto, porque el apagón que sufrimos en España nos obligó a parar y nos provocó enfrentarnos a esa sensación que nos parece de niños, aburrirnos, como si la productividad eterna fuera inherente a la vida adulta.
Sin conexión ni luz parece no haber ocio posible y aburrirse deja de ser una opción para convertirse en una realidad. Las actividades que hacemos para no aburrirnos están, en muchos casos, relacionadas con la tecnología: jugar videojuegos, ver series, escuchar música con el móvil, mirar las redes sociales, cocinar (con luz) y hasta leer un libro si lo hacemos con el kindle. Nos queda pintar mandalas, hacer manualidades, deporte o contar los puntos del gotelé de la pared si queremos no aburrirnos. O hablar con otros y disfrutar de una comunidad, pero se nos olvida hasta que pasan este tipo de cosas. Nos entretenemos de forma individual y con un móvil en muchos casos.
La revolución del aburrimiento. Aburrirse no es otra cosa que "la experiencia aversiva de querer, pero no poder, participar en una actividad satisfactoria", según el experto John Eastwood, profesor de la Universidad de York. Queremos hacer algo interesante, pero no lo conseguimos. Llevado al momento actual, podríamos redefinirlo de otra forma: el aburrimiento es una revolución. En un mundo que pide producir sin descanso, pasar a no hacer nada es una revolución. El problema es que no siempre sabemos cómo hacerlo.

La culpa por aburrirnos. Hablando en la redacción esta mañana comentaba con mi directora Raquel Rodríguez la verdadera dificultad que supone aburrirnos. Ella afirmaba que cuando tiene la oportunidad de no hacer absolutamente nada en casa, como pasó ayer con el apagón, siente “una especie de ansiedad, como una vocecilla que me dice dentro de mi cabeza: podrías estar aprovechando este tiempo para X". Esto provoca que no sea capaz de relajarse tanto como le gustaría e incluso, afirmaba que le hace sentir culpable en ocasiones.
La culpa es en parte porque el aburrimiento ha llegado a tener una connotación negativa, pero también hay un factor cultural que nos hace creer que productividad y éxito van de la mano. En parte, también es culpa del estilo de vida que llevamos en el que existe una hiperconexión gracias a los teléfonos móviles, que provoca una sobreestimulación constante. La sociedad nos demanda ser productivas 24/7 y nosotras no salimos del bucle.
Pic, or it didn't happen. A la culpa hay que sumar la relación tóxica que surge entre “vivir” y demostrar que has vivido. Si no compartes en tus redes sociales lo que has hecho, no ha pasado. “El ritmo de vida que llevamos nos dirige hacia lugares un poco oscuros en ese sentido: sales a correr, pero tienes que publicar la foto "para que cuente" o para que los demás vean que lo has hecho; ves una película y enseguida publicas en redes sociales que lo has hecho y si te ha gustado o no, porque si no parece que no ha ocurrido. Por no hablar de las vacaciones, que tienen que quedar obligatoriamente retratadas en instagram para la posteridad y para regocijo de nuestros seguidores nosotras mismas. Pic, or it didn't happen”, afirma Raquel. El aburrimiento no puede compartirse y eso quizá nos genera aún más rechazo a experimentarlo.
La slow life se lleva, pero de boquilla. Ayer fui a casa de mis padres durante el apagón y después de haber sufrido una crisis de ansiedad al ver que no podía trabajar. Llevaba dos cosas, un libro que leí a ratos y distraída, y un pequeño cuaderno con unos bolígrafos de colores para dibujar. Empecé a hacerlo en el patio de su casa, con el sol a mi espalda. Qué agradable, me dije, como esas chicas que cuelgan su slow life en redes. Puedo hacerlo. Llevaba apenas diez figuras cuando me di cuenta de que me temblaba la mano. Me descubrí preguntándome y calculando cuánto me quedaría para terminar.
La vida que llevo, centrada en una productivitis exagerada, me impide bajar la velocidad en un primer momento y tengo que hacer un enorme trabajo para vencer esa reticencia de mi cabeza a descansar, a no pensar. A parar. El peaje a pagar por una hiperproductividad que nos ahoga pero de la que no sabemos salir. El apagón de ayer fue una prueba de que eso de aburrirnos no se nos da nada bien, ni siquiera cuando nos obligan a ello.
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