A las 12.30 de la mañana del 28 de abril de 2025, España se apagaba. Lo hacía de golpe y todos pensamos, al principio, que era algo aislado. Salí al descansillo de mi casa y apreté el interruptor de la luz de mi portal. Nada. Vaya, se ha ido la luz en mi bloque en uno de los días en los que más trabajo tengo, pensé. Iba a vivir una desconexión forzada y aún no lo sabía, y esa desconexión del trabajo iba a generarme mucha, mucha ansiedad.
Según la psicóloga Gema Sánchez Cuevas, desintoxicarnos a nivel tecnológico mejora nuestro bienestar ya que existen ciertos riesgos asociados a la hiperconectividad que se han relacionado con la ansiedad, y el uso del móvil se relaciona con el insomnio, entre otras cosas. A priori, un detox digital es algo bueno, recomendable incluso. Hasta existe una ley que asegura que todos los trabajadores tenemos derecho a la desconexión digital. Desconectar para conectar era algo aspiracional, pero lo que se vivió ayer en toda España fue otra cosa. No fue bonito, al menos al comienzo. El no tener ningún tipo de conexión nos generó emociones nada agradables.
La desconexión forzada y las primeras consecuencias: ansiedad laboral
Como autónoma, y cuando me di cuenta de que no era una incidencia aislada sino un problema nacional que tardaría en solucionarse, tuve bastante ansiedad en las primeras horas. No es de extrañar que en un mundo capitalista en el que la productivitis que me hace creer que el trabajo debe ser el centro de mi vida, pensar en que mi vida laboral se retrasaba y analizar cuándo iba a poder recuperar ese tiempo sin quitárselo a las horas de dormir, me generase ansiedad. Lo hizo. Que la comida se fuera a estropear en la nevera no me importó, solo me importaba averiguar cómo podía tener internet para poder seguir trabajando y llegar a los plazos.
Nunca he tenido nomofobia y salir de casa sin el teléfono móvil no me genera ansiedad, pero quizá es porque cuando salgo sin él es porque decido hacerlo y ayer me vi obligada. No fue mi decisión y me vi forzada a no saber nada de mi pareja, de mis padres, de mis amigos, de mi familia. Para Noemí Valle, compañera de Trendencias, esos primeros momentos fueron de bloqueo y de no saber qué hacer. “Al principio estaba nerviosa porque no sabía si era solo en mi barrio o qué, pero al saber que era nacional, los nervios fueron porque toda mi familia está fuera de Madrid y no sabía si estaban bien”, explica.

Para Belen Colino, también compañera, “fue una sensación muy rara al no poder contactar con nadie y el no saber nada de nadie. Me sentía aislada del mundo”, por suerte estaba tranquila porque su madre estaba con ella. “Sabía que todo el mundo estaba en las mismas condiciones”, explica, “esa parte era tranquilizadora”. Para mí no lo fue en absoluto porque mi cabeza solo pensaba en una cosa: deberías estar trabajando. La ansiedad me atenazó el pecho, tuve taquicardias y tenía tal presión al respirar que llegué a creer que me estaba dando un infarto.
¿En qué momento de mi vida el trabajo se había convertido en mi todo? Quizá fue cuando empecé a trabajar 60 horas a la semana para poder llegar a final de mes con algo de desahogo y sin tener que mirar la cuenta del banco cada día para ver si podía permitirme comprar galletas que no fueran de marca blanca.
El miedo como segundo plato del menú
En la calle la gente hablaba de conspiraciones en las que Trump era el protagonista del apagón peninsular, de gente encerrada en ascensores, de semáforos sin funcionar, de trenes repletos de gente, de lo que decían en la radio. Cuando entendí que no era algo aislado, ir a comprobar que mis padres estaban bien pasó a convertirse en mi prioridad. El fantasma de lo vivido en la pandemia sin duda me empujaba aún más y el hecho de no poder ni llamarles para saber si estaban bien, acrecentaba el miedo. ¿Y si les pasaba algo y no podían ni llamar a una ambulancia?
Cogí las llaves de su casa y me fui andando hacia allí mientras reflexionaba sobre lo mal que estaba gestionando esa desconexión forzada. Ellos estaban bien pero yo parecía tener el síndrome de la vibración fantasma porque no paraba de sentir que vibraba sin hacerlo, y no paraba de desbloquearlo para ver si tenía cobertura. Necesitaba saber de mi pareja, de mis amigas, del resto de mi familia. Pero también necesitaba trabajar. Mi cabeza lo convirtió en prioritario y durante horas experimenté una sensación de estrés y ansiedad por no poder hacer lo que se suponía que debía estar haciendo.
La revelación y el final feliz
Igual que en la pandemia nos dimos cuenta de la necesidad de parar de vez en cuando, el apagón de ayer fue un recordatorio de que por mucho que me guste mi trabajo, no debería ser el centro de mi vida. Cuando miré a mis padres desde la butaca de su salón, a mí madre haciendo crochet con la luz que entraba por la ventana y a mi padre escuchando atento la radio en un cassette de 1996, experimente una especie de revelación y me di cuenta de algo: la desconexión digital nos sirve para mirar alrededor, para ver a las personas a las que amamos más allá de una pantalla, para disfrutar del tiempo juntos sin que la tecnología ocupe espacio.

Disfruté de una tarde maravillosa leyendo un libro junto a mis padres. Di un paseo con mi padre y me crucé con decenas de personas haciendo lo mismo que nosotros. Me dió el sol en la cara, y no la luz del ordenador. Hacía mucho que no me sentía tan feliz como lo fui cuando el miedo y la ansiedad por el trabajo se disiparon por fin para dejar sitio a lo que de verdad importa. La vida. Quizá tenga que incorporar un “apagón” más a menudo en mi vida para asegurarme de que esta lección no se me olvida.
Fotos | Alice Kotlyarenko en Unsplash, Clay Banks en Unsplash, Andrey Metelev en Unsplash, Claudio Schwarz en Unsplash
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