Las personas que crecieron en los años 60 y 70 aprendieron estas lecciones de vida que ya no se ven hoy en día

La claves de resiliencia de anteriores generaciones que nos vendría bien poner en práctica hoy 

Cosas que podemos aprender de las personas que crecieron en los 60 y los 70
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Nacho Viñau

Editor

Cada vez que hablamos con alguien de la generación de nuestros padres o abuelos aparece una sensación difícil de explicar. No es nostalgia ni el tópico de que antes todo era mejor. Es más bien la impresión de que se movían por la vida con una seguridad tranquila, como si tuvieran claro qué tocaba hacer en cada momento. Quizá tenga que ver con haber crecido en un país que cambiaba rápido y en una época en la que muchas cosas no estaban dadas por hechas. 

Probablemente, creían en un futuro mejor, algo que en estos comienzos del siglo XXI, no existe con múltiples frentes abiertos a causa del cambio climático, la llegada de la ultraderecha al gobierno de múltiples países, la crisis de la vivienda o la guerra a las puertas de Europa

Pero al margen de la situación geopolítica, quienes fueron jóvenes en los años 60 y en los 70 vivieron en un mundo muy distinto al nuestro. No había móviles, ni redes sociales, ni la posibilidad de buscar respuestas inmediatas para todo. Tomar decisiones implicaba dudar, equivocarse y seguir adelante. Y precisamente esa falta de atajos acabó dejando aprendizajes que hoy nos resultan casi contraculturales.

Mientras nosotros intentamos documentar lo que hacemos y optimizar cada aspecto de la vida con aplicaciones, cursos y consejos de expertos, ellos simplemente vivían. Y, sin proponérselo, aprendieron cosas que ningún algoritmo puede enseñarnos.

Sabían aburrirse (y no lo veían como un problema)

Aburrimiento

¿Cuándo fue la última vez que te aburriste de verdad? Sin móvil, sin series, sin distracciones. Hoy el aburrimiento parece algo que hay que evitar a toda costa, tanto en niños como en adultos. Siempre hay algo que mirar, escuchar o hacer. De hecho, aburrirse hoy en día casi es un privilegio.

Para quienes crecieron en los 60 y 70, el aburrimiento era parte del paisaje. En esos ratos sin estímulos pasaban cosas importantes: pensaban, fantaseaban, dejaban que la cabeza fuera por libre. Descansaban de verdad. No sentían que estuvieran perdiendo el tiempo.

Ahora, en cuanto aparece el más mínimo vacío, sacamos el móvil casi sin darnos cuenta. Deslizamos contenido que olvidamos enseguida, pero evitamos ese silencio que permitiría a la mente ordenar lo que llevamos dentro. Quizá por eso aquella generación desarrolló una creatividad y una capacidad de introspección que hoy parecen más escasas. 

Los niños de aquella época pasaban horas tirados en el césped mirando las nubes, o si se aburrían, se inventaban juegos y juguetes con cualquier cosa que tuvieran a mano. Los adultos se sentaban en el porche sin hacer nada en particular. Y no se sentían mal por ello, ni sentían que estaban perdiendo el tiempo, tal y como nos pasa hoy en día. 

Quizás por eso tenían una creatividad y una capacidad de introspección que parece haberse perdido. El aburrimiento no era un problema a solucionar, sino un espacio para que surgieran ideas, algo prácticamente imposible en este momento de hiperactividad en la que solo somos capaces de parar si hay un gran apagón que para nuestra vida. 

Sabían convivir y pedir ayuda

Una diferencia importante es que aquellas generaciones asumían con más naturalidad que no podían hacerlo todo solas. Dependían más de la familia, del vecindario, de los compañeros de trabajo o de la comunidad, y no lo vivían como un fracaso personal.

Hoy se valora mucho la autosuficiencia, la independencia emocional y la idea de “no necesitar a nadie”, pese a que organizaciones como la Escuela de Negocios de Harvard afirma que si queremos parecer más inteligentes, lo mejor es pedir consejo. En cambio, en los 60 y 70 era normal pedir favores, apoyarse en otros, compartir cuidados o aceptar ayuda sin demasiada culpa. Esa red informal funcionaba como colchón frente a los problemas y también como espacio de pertenencia.

Tenían una relación más realista con el dinero y el consumo

Por qué eran mejores los años 60 y 70

Que aquellas generaciones crecieron con menos, es una realidad. Pero que también tenían menos expectativas, también es cierto. No todo se cambiaba cuando dejaba de ser funcionar; se arreglaba o se reutilizaba. Eso no solo afectaba a los objetos, sino también a la forma de valorar lo que se tenía. El progreso se medía en estabilidad y seguridad, no en novedad continua. 

Hoy, en cambio, vivimos en una lógica de actualización permanente: del móvil, del trabajo, de la casa, incluso de nosotros mismos. Muchas cosas no se hacen ni viejas, simplemente nos aburrimos y queremos cambiarlas. O lanzan un móvil de última generación, y necesitamos hacernos con él aunque nuestro teléfono esté en perfecto estado. 

Aprendieron a aceptar la incomodidad

Hay una idea poco popular pero bastante cierta: las generaciones anteriores toleraban mejor el malestar emocional. En un mundo como el actual, centrado en la gratificación inmediata y en la búsqueda constante de bienestar, la incomodidad se vive casi como una anomalía.

En los años 60 y 70 no había tantas vías de escape. No existía el consumo permanente de entretenimiento ni la posibilidad de anestesiar cualquier emoción incómoda a golpe de clic. Cuando algo dolía, había que atravesarlo.

Eso les enseñó algo fundamental: que el malestar no siempre exige una solución inmediata. La tristeza, la ansiedad o la frustración no eran fallos que hubiera que corregir, sino estados que, con el tiempo, se transformaban. A veces bastaba con hablar con alguien, salir a caminar o simplemente esperar. Porque las emociones, si se les da espacio, acaban pasando.

Hoy tenemos mil maneras de no sentir nada durante demasiado tiempo. Y, paradójicamente, eso nos vuelve más frágiles. Cuando evitamos constantemente las emociones, dejamos de escuchar lo que nos quieren decir.

Confiaban más en la experiencia que en los expertos

Sin internet ni una avalancha constante de opiniones de expertos, las personas de aquellas décadas aprendían haciendo. Se equivocaban, repetían errores y ajustaban el rumbo. El conocimiento no llegaba en forma de tutorial, sino de experiencia directa y conversaciones con otros.

No estaban expuestos a un flujo permanente de consejos de gurús en youtube, ni podcasts hablando de emociones o de enfermedades, ni tutoriales de YouTube que explicaran cómo regular tus emociones o planificar tus finanzas. Eso les daba margen para confiar más en su criterio y menos en una autoridad externa. Hoy, aunque estamos rodeados de información, muchas veces eso nos paraliza. Queremos garantías antes de movernos y nos asusta fallar, cuando precisamente equivocarse es una de las grandes herramientas de aprendizaje de generaciones anteriores.

No le tenían miedo al compromiso

Años 70

En las relaciones, en el trabajo o incluso en aficiones personales, quienes crecieron en los años 60 y 70 asumían que lo valioso no suele ser inmediato. Sabían que lo importante se construye con tiempo y continuidad, también cuando aparecen las dificultades.

No rompían una relación al primer desacuerdo, ni dejaban fluir las cosas, ni abandonaban un empleo por una mala racha. Tampoco tenían esa necesidad de enlazar una pareja tras otra para evitar el aburrimiento o por la constante necesidad de encontrar nuevas experiencias. Entendían que los conflictos, el desgaste o las dudas forman parte de cualquier proceso que merezca la pena. Afrontarlos era parte del camino, no una señal de fracaso. 

Eso no significa que aceptaran cualquier situación ni que normalizaran lo insano. Ni que todo fuera idílico, teniendo en cuenta que el divorcio no se aprobó en España hasta 1981. La diferencia estaba en saber distinguir entre lo que era realmente inviable y lo que simplemente exigía paciencia, ajuste y trabajo. El crecimiento, muchas veces, ocurre justo ahí, cuando la novedad se acaba.

También intuían algo que hoy cuesta más aceptar: saltar constantemente a “lo siguiente” impide profundizar. La verdadera satisfacción aparece cuando te quedas el tiempo suficiente como para conocer bien a una persona, dominar una habilidad o formar parte de una comunidad.

No todo necesitaba ser compartido

Aunque cada vez más personas se plantean abandonar las redes sociales o, al menos, tomarse un descanso, y se habla de que la generación Z está dejando de subir contenidos en busca de una privacidad que siente perdida, la realidad es que seguimos compartiendo casi cualquier momento de nuestra vida, tenga interés o no.

La necesidad de mostrarlo todo es relativamente reciente. Durante décadas, las experiencias importantes no requerían ser publicadas para ser reales. Una cena, un viaje o un logro tenían valor por sí mismos, no por la reacción que provocaran en otros.

Podían disfrutar de un momento sin fotografiarlo, sentirse orgullosos de algo sin necesidad de likes ni de aplausos externos. Había una noción clara de intimidad, entendida no como algo que esconder, sino como un espacio que proteger.

Hoy asociamos compartir con autenticidad, pero ellos sabían que hay cosas que crecen mejor cuando se quedan dentro. Que no todo necesita testigos para tener sentido (aunque también es cierto que entonces se pasaban tardes enteras viendo álbumes fotográficos o proyectando diapositivas de las últimas vacaciones). 

Entendían que la felicidad no era el objetivo

Quizá esta sea la diferencia más profunda. La felicidad no era un objetivo permanente. Asumían que la vida incluía etapas duras, días grises y momentos de frustración, y que eso formaba parte del camino. La propia muerte era algo mucho más presente en el día a día, frente a esta sociedad en la que nos sentimos inmortales y que esconde este hecho que va indisolublemente unido a la vida. 

En lugar de perseguir el bienestar constante, se centraban en cumplir con sus responsabilidades, en construir algo duradero, en sacar adelante una familia, un proyecto o en construir un país mejor, con el horizonte de la democracia.  Encontraban sentido en hacer lo que tocaba hacer, incluso cuando no resultaba especialmente gratificante.

Sabían que la felicidad va y viene, pero que el carácter, los vínculos y lo que dejas detrás pesan más. Tal vez, al soltar un poco esa exigencia moderna de estar bien todo el tiempo, podamos recuperar una relación más realista y más amable con la vida y con nosotros mismos.

Tomaban decisiones y seguían adelante

La fatiga por decisión no era algo que existiera en su vocabulario. No porque la vida fuera más simple, sino porque entendían que tener infinitas opciones no te hace más feliz. 

Cuando alguien elegía una carrera, una pareja o incluso un restaurante para cenar, solían comprometerse con esa elección. No pasaban horas investigando todas las alternativas posibles ni se cuestionaban constantemente si habían tomado la decisión "perfecta". Hoy, consultamos varias fuentes incluso para ir a cenar a un restaurante. 

Esto no era rigidez o falta de criterio. Era comprender que la elección perfecta no existe, y que buscarla constantemente te vuelve loco y te hace perder energía. Elegían algo suficientemente bueno y ponían su energía en hacerlo funcionar.

Hoy nos cuesta tomar decisiones, y podemos pasar más tiempo eligiendo qué ver en Netflix que lo que nuestros abuelos invertían en decidir dónde vivir. Nos han vendido la idea de que más opciones equivalen a más libertad, pero a menudo solo significa más ansiedad porque debemos dar respuesta relativamente rápida a muchos estímulos al cabo del día. 

Fotografías | Jakob Owens en Unsplash, Anjuta Jankovic en Unsplash, Jakob Owens en Unsplash, Levi Williams en Unsplash

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