Este artículo es algo que te hará bien leer justo cuando te enamoras a lo bestia... o cuando se haya acabado

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Este artículo es algo que te hará bien leer justo cuando te enamoras a lo bestia... o cuando se haya acabado

Hay personas que llegan a tu vida y te lo ponen todo patas arriba.

Lo sé, dicho así suena entre lo tópico y esperanzador. Créeme, no pretendía que pareciera ninguna de las dos cosas.

Simplemente sucede. Pero no como en las películas del tipo: un día te levantas, te vistes, sales a la calle y te topas con él en la esquina de la panadería de siempre. No, así no.

Un día quedas (vete a saber por qué) con un desconocido de esos a los que tienes en Facebook pero al que apenas conoces, tomáis dos cervezas, luego acabáis en su casa y no, no echáis un polvo: os quedáis hablando toda la noche. Primero con miedo y con mucha soberbia, pero unas horas más tarde la soberbia cede el paso a la curiosidad, y así… Así, hasta que os enamoráis. Así de sencillo. Así de incomprensible. Así de bonito y de acojonante. Porque enamorarse es desquiciante. Es bonito en las películas, en las que nadie habla de los miedos, de las inseguridades de verdad, del ritmo y de vuestro pasado que os tiene agarrado por los huevos. Bueno, sí, hay películas que nos cuentan historias de ese tipo, pero pertenecen al género "drama". En la vida real ese es el día a día.

Yo no creo en el amor a primera vista. Confío en enamorarse a la primera conversación que va más allá de los grupos favoritos. Creo en las miradas con deseo pero sin valentía, en las dudas y en el poco a poco que acaba con un “a por todas”. Y creo en el lenguaje verbal, porque eso de que los gestos hablan más que las palabras queda muy poético, pero la comunicación, de boca a boca, de labios a labios, es lo esencial. Con las muñecas atadas, si así tiene que ser.

Y así aparece en tu vida. Abre la puerta y se queda en medio, sin entrar ni salir. Te constipas de la corriente de aire, pero sigues ahí, sin moverte, porque no sabes si prefieres seguir estando enferma y tenerlo a la vista, o meterte en la cama y tapar la cara con una manta. Y él permanece en la entrada sin decidirse.

Es interminable, ya sabes: ninguno de los dos quiere que se termine.

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Y seguís. Y los dos sabéis que esto, lo que estáis viviendo, es para toda la vida, independientemente de lo que llegue a durar. Puede que acabes muriéndote de la neumonía, es posible que a él le dé por marcharse, o , quizás, lo acabarás echando de tu casa. Pero eso es lo de menos. Desde aquella conversación, en el suelo de su casa con una botella de vino de por medio y muchos miedos por cumplir, ya lo sabías: marcará un antes y un después. Para bien o para mal. Para mal o para bien.

Amarás. Amarás como nunca, y sin pedir nada a cambio. Llorarás. O no. Inventaréis palabras. Encontrarás su parte de cuerpo preferida. Adorarás su olor y, quizás, más tarde acabarás odiándolo. Te pondrás de puntillas. Encogerás los hombros. Hundirás tu rostro en su pecho. Tocarás sus pies con los tuyos. Apagarás el móvil. Decidirás que es para toda la vida. Como en aquellas películas que duran una hora y media.

Te equivocarás, aún sabiendo y sin que nadie te lo diga, que no fue ningún error. Y es por eso por lo que seguirás hablando con él aunque ya forme parte de tu pasado. Y lo echarás de menos, como siempre lo hacías y como nunca lo habías hecho.

No te lo crees ahora, pero ahí está la gracia.

Hablemos de ello en unas décadas.

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