Si hay algo peor que entrar a las redes sociales borracho, es hacerlo enamorado

Si hay algo peor que entrar a las redes sociales borracho, es hacerlo enamorado

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Si hay algo peor que entrar a las redes sociales borracho, es hacerlo enamorado

Las dos menos cuarto de la tarde de un sábado típico de resurrección. La boca seca, los ojos “panda”, una pegatina en el pelo de una conocida marca de chupitos mortales, el pijama del revés, un extraño sello en la muñeca y tú con la sensación de estar siendo trasladado de urgencia en un helicóptero cedido por Julio Iglesias. Todo mal hasta que giras la cara con ascopena y ves al otro lado de la cama (y demasiado cerca) lo último que quisieras ver, el gran drama, el error de la noche… el teléfono móvil sobre la almohada.

¿A quién no le ha subido el calentón en mitad de la noche y ha llamado a alguien con toda su buena intención a las tres y media de la mañana? ¿Quién no ha saltado de la cama al comprobar que anoche se le fue el whatsapp de las manos? ¿Por qué nos gusta tanto taladrar al prójimo cuando salimos por ahí? ¿Por qué el amor se hace más fuerte e intenso cuanto mayor es el número de cañas?

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«Aquí, de cenita romántica con mi churri»

Sin embargo, mientras te acaricias como un gatete susurrándote «tranquila, ya pasó» y tu vergüenza propia se empieza a difuminar… empieza a despegar la vergüenza ajena. Los enamorados sociales. Lo pringan todo con fotos dándose besos y enseñándonos innecesariamente la lengua. Abrazados por detrás o por delante, no importa. Todo el material publicado lleva filtros, pegatinas, purpurina y extra de azúcar glass. Sus estados solo son de felicidad plena y absoluta, no hay espacio para el desasosiego social o la inestabilidad vital. Los de Mr.Wonderful a su lado son unos pandilleros de Vallecas. Salen a cenar (románticamente, si no no cuenta) los viernes y de excursión los domingos por la mañana. Se comentan el uno al otro las fotos sentados cada uno en una esquina del sofá. Gritan ¡mirad qué felices somos! sin abrir el pico.

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Normalmente las publicaciones de los descarrilados solteros se entrelazan con las cursiladas de los emparejados. Y amigos, aquí no hay mejor ni peor. Los pasillos llenos de rosas y velas el día de San Valentín dan el mismo reparo desde fuera que un botellón el día de San Patricio. No hay ganadores ni perdedores. Viva el vino ilimitado y viva el amor infinito, por supuesto. Pero lejos de las redes sociales, por favor. Que entre las babas de unos y los vómitos de otros (y viceversa) no podemos avanzar como sociedad.

En las redes sociales, al contrario que en el amor, todo permanece.

Vendemos sin querer al resto nuestra relación e inevitablemente pedimos que la valoren de 1 a 10 corazones (1 es “uy no, algo falla” y 10 “que asco dan, son la pareja perfecta”). De repente y casi sin darnos cuenta, “lo nuestro” pasa de ser de dos personas a ser de 395 contactos. Pero, ¿y cuándo se acaba el amor? ¿Se dice? ¿Se cuenta? ¿Se emite un comunicado?

El fuego se apagó pero las cenizas siguen en Facebook. Los collages, la plaga de corazones, los besos apasionados y sin censura, los comentarios de tu suegra y sus primos, el álbum de las vacaciones pasadas... Por no hablar de los recuerdos tan amables que ofrece ahora Facebook. Hace dos años estabas enamorada de un gilipollas y tú sin saberlo, ¡compártelo!

Si hay algo más peligroso que entrar a las redes sociales borracho, es hacerlo enamorado.

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