Como Serrat, nací en el Mediterráneo. Pasé mi infancia y adolescencia en Murcia, viví 10 años en Barcelona, viaje frecuentemente a Valencia para ver a un ex (entonces)novio y a mi mejor amiga... En resumen: a mis 35 años de vida puedo decir que me he recorrido este pedazo de costa española, literalmente, desde Málaga hasta Cap de Creus. Sin embargo, el lugar entre todos esos kilómetros al que desearía poder volver todos los veranos de mi vida está en Mallorca.
Me da igual si las Islas Baleares ya no son cool porque están sobreexplotadas y masificadas de guiris porque, incluso siendo así, sigue teniendo el que para mí es el mejor baño de todo el Mediterráneo español. Además de unos paisajes de los que uno dice qué bien haber nacido y estar aquí en este momento. Sin embargo, hay un pueblo en concreto que me tiene robado el corazón para siempre y al que espero volver algún día.
El que es mi imperio romano se llama (redoble de tambores): Valldemossa. Su conjunto monumental se alza a escasos kilómetros de la llamada Costa Nord mallorquina, entre la sierra de Tramuntana y el mar Mediterráneo, y mezcla así lo mejor de los dos mundos.
Se trata de un pueblo, a 400 metros sobre el nivel del mar, al que solo lo separan 17 kilómetros de Palma. El trazado de su núcleo urbano se caracteriza por las calles empinadas, debido a que parte de su caserío de piedra sube por una colina. También son una constante fachadas de piedra y las construcciones religiosas que aparecen entre una frondosa vegetación.
Las puertas y ventanas de las viviendas pintadas de verde contrastan con la sobriedad de la piedra con las que las casas se han construido. Un color muy presente también en el monumento más emblemático del pueblo: la Cartuja. Se trata de un antiguo monasterio, en origen residencia de Jaime II, que fue habitado por los padres cartujos entre 1399 y 1835.
Tiene un importante legado histórico que se conserva en claustros, celdas, jardines y museos; así como los recuerdos de su dos más ilustres visitantes: Frédéric Chopin y George Sand (que, en realidad era una mujer, escritora, a la que los aldeanos de la época no veían con buenos ojos por su modernidad). En la Cartuja se reúnen partituras, escritos, mobiliario y correspondencia relacionada con la estancia de la pareja en la isla, además del piano “Pleyel”.
No obstante, que la villa se extienda en pleno valle de la Sierra de Tramuntana no solo da lugar a las anteriormente mencionadas calles empinadas, también a excelentes miradores naturales con vistas a frondosos bosques, entre los que sobresalen olivos y almendros, regados por los abundantes manantiales de la zona.
Otro de sus encantos es que las montañas de esta zona se convierten en pocos kilómetros en playas y calas. Pinares y acantilados conforman el perfil costero de la zona, en la que se abren calas y playas de aguas transparentes. Son Marroig en la punta Na Foradada es un buen ejemplo. Además, el puerto de Valldemossa mantiene el aire marinero de antaño.
Foto de portada | PxHere
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