Hubo un tiempo en que Iñaki Urdangarin desfilaba por Zarzuela como si hubiera nacido en Versalles. Balonmanista olímpico, yerno real, duque de Palma y rostro amable de una monarquía en crisis de identidad. Luego vino el desplome: corrupción, portadas y una condena sin precedentes. Después, silencio. Hasta ahora. El exduque ha hablado para La Vanguardia y nos presenta su última transformación: la del hombre que ha aprendido a amar la sencillez. Sí, el mismo que hacía abdominales en los jardines de Marivent ahora hace tostadas con aguacate en Vitoria.
Desde su retirada forzosa al penal de Brieva, donde pasó tres años largos, Iñaki parece haber ejecutado una suerte de metamorfosis interior. Lejos de la pompa borbónica y de los sobres con demasiados ceros, su nuevo yo lee a Viktor Frankl, pedalea sin moverse y medita al alba. Durante mil días repitió el mismo ritual carcelario, como si estuviera purgando sus excesos en capítulos de autoayuda: silencio, introspección y, según él, redención. Todo muy "coach", muy mindfulness.
Brieva: soledad, bicicleta y el camino hacia la redención
Los días de Urdangarin en la cárcel fueron más monótonos que escandalosos. Recluido en un módulo especial, sin contacto con otros reclusos por motivos de seguridad, pasó meses sin casi abrir la boca. Su jornada empezaba a las siete de la mañana con algo de ejercicio físico —bicicleta estática, pesas, flexiones—, seguía con lectura intensiva (de autoayuda, filosofía y psicología deportiva), y culminaba con una rutina de escritura personal. Asegura que incluso aprendió a meditar. Brieva no fue una penitenciaría; fue su particular monasterio sin hábito.

La televisión era su única ventana al mundo, y las visitas eran escasas. Su familia lo dosificaba en afecto y la prensa solo tenía acceso a alguna postal fugaz. La infanta Cristina solía visitar a su amado cada vez que tenía oportunidad. Y allí, en ese limbo carcelario de azulejo y silencio, Urdangarin se reinventó. O eso dice. Según él, la experiencia lo vació de vanidad.
Ahora vive con Ainhoa Armentia, su compañera sentimental y laboral, en un apartamento tan normal que parece de catálogo sueco. Trabajan juntos en una consultora de coaching ejecutivo, donde Urdangarin enseña a otros a no caer... en lo que él cayó. Dice haber encontrado equilibrio en la rutina, en lo doméstico, en ese tipo de vida que antes habría despachado con una sonrisa altiva desde el palco del Palau. Le ha cogido gusto a hacer la compra y madrugar. A planchar, quizá. A existir sin más.
Su discurso es sobrio, casi monacal. Repite palabras como "sencillez", "rutina", "aprendizaje". Pero lo que late detrás de sus frases es algo más complejo: el relato del que supo caer con estruendo y, cuando nadie miraba, levantarse con sigilo. Porque si algo ha demostrado Urdangarin es que sabe cuándo callar, cuándo agachar la cabeza y cuándo dar una entrevista con la luz justa para parecer iluminado.

El nuevo negocio de Iñaki Urdangarin
No es que haya olvidado su pasado. De hecho, lo cita con esa distancia con la que uno recuerda un mal peinado o una ex tóxica. Pero lo reconfigura y lo convierte en el motor de su presente, en una herida cicatrizada que ahora explota con fines laborales. En lugar de negarlo, lo empaqueta en formato taller de liderazgo. Su penitencia, al parecer, ya cotiza en la nueva bolsa del desarrollo personal.
Vitoria se ha convertido en su refugio zen, su retiro emocional. Nada de salones palaciegos ni recepciones oficiales: solo cafés de bar de barrio, cenas en casa y alguna escapada con perfil bajo. El nuevo Iñaki no quiere focos ni protocolo, prefiere los domingos sin prensa, las mañanas sin mayordomos y las entrevistas sin titulares incendiarios. Y así, de pronto, el hombre que cayó por ambicioso hoy nos vende el antídoto: la vida simple.
Pero en este folletín real de capítulos desordenados, Iñaki Urdangarin se convierte en un personaje fascinante. No por lo que fue, sino por lo que pretende ser. De duque a presidiario, de escándalo a redención, de Zarzuela a la sencillez. Y quizá ahí resida su verdadera astucia: en saber cuándo vestirse de mártir, cuándo de coach y cuándo, simplemente, no vestirse de nada.
Fotos | Gtres
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