¿Por qué los anuncios de bikinis no están hechos para mujeres?

La archifamosa operación bikini nos bombardea por todos los frentes posibles e imaginables: dieta, gimnasios, depilación integral… y cómo no, la anti-ansiada compra de bañadores. Renovar el cajón desastre de ropa de baño es uno de los grandes traumas de la humanidad.

Nos intentan vender una naturalidad "perfecta" y como que no.

Tiarracas irrefutablemente maravillosas. Pelo estupendísimamente libre y milimétricamente despeinado que cuando se agita por el viento, les tapa casualmente solo el lado menos bueno. Unas mechas californianas perfectas, hechas directamente en Los Ángeles. Todo parece tan de verdad que te olvidas de que es mentira. Un bronceado justo y necesario. Los pechos siempre en su sitio mirándonos desafiantes a los ojos sin necesidad de rellenos. Barrigas rectas y duras como para contar pan y queso y hacerse un bocadillo. Traseros escuetos pero simpáticos y respingones como dunas de azúcar de caña. Ay, cómo no enamorarse.

Bellezas aparentemente sin complejos que seducen a la cámara sin meter tripa y sin mirarse las ingles por si queda algún pelo. Pero, ¿seducen a quién? A nosotras no. A mí me crean más traumas, porque cuando entro al probador y me pongo el trikini no soy capaz de girar como una princesa Frozen sin pensar en que se me sale medio cachete o las tetas no deberían estar ni así ni ahí.

La publicidad de bañadores está entre la comedia romántica y el preliminar erótico.

Ninguna piedrecita o concha se les clava en los pies. La arena de la playa no les abrasa la vida ni tienen que moverse de un lado a otro ridículamente como si estuviesen sobre una hoguera de San Juan. Ellas flotan entre las aguas, las olas no las empujan sino que las acarician. Igual que a mí cuando una ola de medio metro me arrastra un kilómetro más allá. Corren, dan saltitos, te cogen de la mano y esquivan las olas sin dejar de sonreír. El sol les da directamente en los ojos pero siguen siendo perfectos, son guiños tan sensuales que les dirías «sí a todo» sin pensar. Giran sin parar sobre sí mismas, abren los brazos y se convierten en dulces peonzas pero con silueta de flauta de pan. Ríen enseñando todos los dientes y no tienen ni rastro del sándwich de chorizo como tendrías tú. Bailan en la orilla como si viviesen en un sábado eterno o como si disfrutasen de su trabajo o peor aún, como si fuesen felices de verdad.

Lo más: emergen del agua como sirenas Disney.

En el pelo no tienen algas ni mierdas varias y el rímel no se les corre ni a la de tres. Todo el contenido sigue envidiablemente dentro de su contenedor. No necesitan escurrirse los pechos con las manos porque están tan calientes que ya se gestionan solos. No se sacan la braga del culete, porque ese bikini parece estar hecho para ellas. Salen más sexy de lo que entraron. Joder, qué suerte tienen todo el rato.

Echo de menos ver en esos anuncios a un señor mayor con gorra de la Caja Rural mirando con los brazos en jarra y un bañador alineado con el ombligo. Y a la señora con bañador negro que está comiendo sandía. También las sombrillas de Coca Cola, un balón de Nivea y dos niños haciendo boquetes hasta el centro de la tierra en la arena.

Echo de menos una publicidad que me convenza a mí y no a los que me mirarán cuando vaya en bikini.

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