Tal vez te parezca que esta preocupación desmedida por lo que comemos y cómo le afecta al cuerpo sea producto e la presión estética moderna. Sin embargo, los historiadores saben que viene de largo. De hecho, se remonta hasta los mismos inicios de la civilización occidental, ya con los griegos y los romanos. Es un tema que ha explorado Claire Bubb, profesora de Literatura Clásica y Ciencia en el Instituto para el Estudio del Mundo Antiguo de la Universidad de Nueva York, en un libro que se acaba de publicar en inglés: 'Cómo comer: una guía antigua para una vida saludable'. Resulta muy interesante, sobre todo, para cuestionar nuestra relación con la comida y las creencias arraigadas que tenemos sobre su efecto en el cuerpo.
A falta de medicamentos, buena es una hoja de lechuga. Con la medicina todavía en pañales, la mayoría de las enfermedades eran incurables en tiempos del Imperio Romano. Por lo tanto, se curaban en salud dándole mucha importancia a la dieta como una medida preventiva. De hecho, esta era una de las pocas formas con las que sentían que tenían algo de control a la hora de evitar enfermar. Aunque ahora sabemos a ciencia cierta que muchas de las propiedades que le atribuían a los alimentos eran tan erróneas como descabelladas. Por ejemplo, pensaban que la lechuga podía regular la temperatura corporal e inducir al sueño, que comer demasiados higos causaba piojos o que la fruta era muy mala para la salud.
Hasta los romanos sabían que la dieta universal no existe. En otros aspectos no iban tan desencaminados porque ya sabían ya que una buena dieta debía adaptarse a cada individuo. De este modo, a un gladiador corpulento se le aconsejaba ingerir alimentos "nutritivos" como carne de cerdo y de res, mientras que a un oficinista sedentario se le recomendaban alimentos más ligeros como el pescado. Eso sí, la mayoría seguía la dieta mediterránea, cimentada en las lentejas, el pan (de tipo muy denso y oscuro) y una salsa de pescado fermentada llamada garum. No obstante, igual que todavía sucede, los expertos no se ponían de acuerdo sobre si algunos alimentos eran "buenos" o "malos".
La col era el superalimento y las lentejas, según el día. En la actualidad, nadie dudaría de los beneficios que tiene las lentejas para el organismo. Sin embargo, entre los romanos llegaron a ser motivo de discordia. Los filósofos estoicos, para quienes la dieta se basaba en el autocontrol y evitar los excesos, las valoraban. Por el contrario, muchos médicos romanos consideraban muy poco saludables estas legumbres. Dioscórides dejó escrito que "cuando se comen de manera constante, causan visión borrosa, mala digestión, dolor de estómago, gases y estreñimiento en los intestinos". Del mismo modo, mientras que la mayoría sobrestimaba las virtudes del repollo (hasta el punto de llegar a pensar que producía orina con propiedades medicinales), el médico Galeno dijo que no solo no era saludable sino que "tiene un jugo pernicioso y maloliente".
El ayuno intermitente tiene más años que Cristo. Aunque parezca lo último en dietas, ya en el siglo V a. C., los hipocráticos aconsejaban a las personas probar el ayuno intermitente y era común hacer una sola comida al día. Para perder peso, también se recomendaba una combinación de entrenamiento (navegación, caza y caminatas en terrenos variados) con una dieta rica en grasas (como mantequilla, queso de oveja y aceite de oliva) y que puede recordar a nuestra dieta keto. Sin embargo, también se podían pasar de frenada recomendado purgas rutinarias y consumir vino (aunque diluido) a personas de todas las edades. Ojalá tener una máquina del tiempo y poder leer en un libro que barbaridades y creencias infundas teníamos nosotros ahora sobre la comida.
Foto de portada | Hiltibold
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